Una silueta de mujer corta el agua
limpiamente como un cuchillo, las brazadas son suaves y efectivas, los pies
mantienen un rápido y sincronizado ritmo, solo la tímida boca que asoma a
intervalos regulares buscando ávidamente el aire indica que es una mujer que
aun vive y respira.
Es una hermosa imagen observar ese cuerpo,
estilizado por años de natación y danza, atravesando incansable una y otra vez
la cristalina superficie de la piscina, ese agua que acaricia como un amante
cada centímetro de piel dorada, ese sol que ilumina unos fibrosos y anchos
hombros. Es hermoso ver ese cuerpo enfundado en un traje de baño negro
deslizándose en completa comunión con el
agua una y otra vez, un largo, viraje, otro largo, viraje, otro largo...
Para un observador cualquiera es una hermosa
imagen, el silencio, la perfección, la fuerza, el todo que forma la mujer con
los elementos que la rodean. Para la mujer es el refugio del agua primera, el
refugio del útero del que quizás no debió salir. Es la búsqueda del camino de
regreso al lugar donde no es necesario el oxigeno que la obliga a abrir los
párpados día tras día, el regreso allí donde la memoria aún no es memoria. Es
la huida del miedo, de la soledad, de la culpa, del amor.
La dolorosa soledad que la envuelve desde
siempre, desde su primer recuerdo, la soledad que la acompaña mientras la gente
se alborota por acercarse a ella, por rozarla apenas, creyendo así que se
contagiarán un poco de su gracia, de su belleza, de esa mentira que empezó a
crear ya no recuerda cuando y que cámaras y más cámaras plasman a cada momento
en películas y papeles satinados de
elegantes publicaciones.
Si se observan bien las fotografías de esa
mujer que se ha convertido en el objeto de deseo de millones de personas se
puede apreciar, tras el deslumbramiento de su atractivo, una oculta desesperación en el fondo de sus
negras pupilas, la desesperación por lograr la aceptación y el amor de todos
para encontrar, al fin, la aceptación y
el amor de uno. Ese uno que debe encontrarse oculto en algún lugar, y que la
aceptará desnuda, asustada, sin el perfecto y aborrecido disfraz de su
hermosura. El disfraz que comenzó a crear un día escudándose de un irracional y temido desamparo y que la
ha convertido en su esclava.
Ya nadie le permite abandonar ese papel, ni
ella misma se lo permite, si lo hace se quedará al fin como tanto teme, sola,
mas sola aún si cabe. Sola y sin el poder que le confiere su apariencia, sin el
poder para adquirir un nuevo amante
joven como el que llegará esta noche o como el de ayer o como cualquiera de los que entran en su cama
noche tras noche con la esperanza de ahuyentar para siempre las pesadillas que
las pueblan.
Sin ese poder, ella no será nada, jamás
aprendió a ser otra cosa, solo lo que los demás quieren que sea. Alcohol,
hombres... embriagada de alcohol y en los brazos de un hombre que poseerá su
cuerpo como un trofeo anhelado por todos, la penetrará triunfante con un grito
de victoria, lamerá su cuerpo para poder alardear después sobre el sabor de su
piel, la embestirá sin piedad, y en cada embestida intentará arrebatarle un
secreto que ella no conoce. Ella hará lo
que el hombre reclame, se entregará como una puta que en lugar de dinero
mendigará una limosna de amor, se arrastrará a sus pies para que él la acompañe
a ese territorio sombrío que la aterra y donde sospecha que se esconde la
verdad que la liberará del horror de ver su propio rostro desnudo.
No puede hacerlo sola, no tiene el valor,
pero el no la acompañará, nunca lo hace ninguno. Sólo ansían esa hermosa vasija
que se quebrará cualquier día en brazos de otro desconocido, o abrazada a una
almohada fría y empapada de llanto. Y cuando culmine la entrega de ese alma que
nadie ve y que ella regala en cada abrazo, cuando las lágrimas surquen sus
mejillas, él pensará con orgullo en lágrimas de placer y ella llorará en
silencio por infinitas noches perdidas.
Brazada tras brazada y dejando tras ella una
estela de suave espuma se aleja de la culpa de tanta vida desperdiciada fingiendo
ser lo que no es, se aleja de la culpa por esos hijos no nacidos, abandonados
en la cuneta de su ambicioso camino a una falsa gloria.
Brazada tras brazada se aleja de las tristes
miradas de tantos hombres solos que le suplican compartir con ellos el milagro
de una felicidad que tampoco ella conoce.
Brazada tras brazada y extenuada en su huida
se aleja cada vez más de la dolorosa certidumbre del temor que su propio temor
despierta, del abandono que sufre cada vez que muestra su verdadera cara, la
fea cara de su insoportable necesidad de amor.
Brazada tras brazada, buscando el aire que
cada vez le cuesta más apresar, se aleja de los días que vendrán sin remedio y
sin sorpresas, de las obligaciones que sus asistentes no tardarán en
recordarle: salir del agua, enfundarse en un vestido de brillos ilusorios,
sonreír resplandeciente con una boca que le amarga la lengua con el sabor de la tristeza, caminar con ese
movimiento innato que provoca en los demás una pasión que ella jamás ha sentido
en su vida, escuchar sin mostrar su
desazón que se debe a eso, que es quién es gracias a los demás, al amor, a la
admiración, seguirá escuchando las mentiras que la rompen por dentro poco a
poco y callará.
Brazada tras brazada, se aleja, descubriendo
con deleite que ya no siente el cansancio, que ya casi no necesita el aire,
siente penetrar el agua en sus ojos, sus oídos, su boca, en cada poro de su
piel, siente que vuelve al origen, a lo que siempre ha sido, gotas de agua, de
mar, de río, de lluvia, trozos de nube, liquido inaprensible, agua de luna.
Si miras ahora el agua solo verás el brillo
de una estela, verás la espuma y desearás seguirla, no sabes a donde ni te
importa, la atracción te arrastrará al lugar imposible al que esa mujer llegará
brazada tras brazada en su huida. Esa mujer de agua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario