Viernes 1 de enero de 2016 y ya estamos
en un nuevo ciclo después de haber reseteado nuestra esperanza dándole
una nueva oportunidad más. Otro año que empieza con la pueril ingenuidad
de que cerramos una puerta dejando atrás los sufrimientos, pérdidas o
decepciones que pasamos durante los doce meses anteriores, y abriendo
una nueva cancela tras la cual nos saldrá al encuentro eso que
llevamos esperando pacientemente toda la vida.
Si, si, si… nos
decimos que será durante este año cuando llegará por fin la oportunidad
de hacer realidad ese sueño de trabajo, de amor, de paz, de libertad o
simplemente de poder pagar los recibos y vivir con dignidad. Hay sueños
que no deberían ser sueños, pero para mucha gente lo son. Un plato de
comida, un sueño. Un techo, un sueño. No ser violentado, un sueño. Un
medicamento, un sueño. Un abrazo sincero, un sueño. No ver llorar a tus
hijos, un sueño. Así es este mundo en el que anoche voceamos la palabra
“feliz” tantas veces como si no hubiese un mañana, obviando que para la
mayor parte de la humanidad de sus sueños dependen sus vidas y que la
felicidad no es más que un lujo en el que ni se atreven a pensar.
¿Qué es la felicidad? Creo que lo que más se acerca a la definición de
felicidad es disfrutar de equilibrio, calma, seguridad, libertad,
afecto y, por supuesto, tener las necesidades básicas vitales cubiertas.
Y claro que yo también deseé felicidad a todos. Como un loro entre
muchos más repetí hasta el aburrimiento el manido Feliz Año Nuevo,
porque me salió del corazón y porque de verdad es lo que deseo a todo
el mundo, aunque para todos la palabra no tenga el mismo significado
pues no todo el mundo tiene la misma situación ni la misma suerte.
Viernes con traje de domingo y ya está aquí el naciente año cargado de
nuevas esperanzas aunque en el fondo sospechamos que no, creo que
sabemos que lo único que pasa a la par que las hojas del calendario es
el tiempo implacable y, por ley de vida, cada vez estamos más viejos,
más solos y más cansados, pero no hay nada como la anestesia del
autoengaño y por eso igualmente seguimos poniendo en práctica esos
rituales que alborotan el mundo entero con fiestas, buenos deseos,
bolas que caen, uvas, campanadas, besos, banquetes, bailes,
borracheras…todo adornado con el rojo del amor, el verde de la esperanza
y el dorado del dinero.
Bueno, yo no los sigo, los rituales
digo. Después de desear felicidad a raudales a familia y amigos,
desconecté internet y móvil, cené algo igual que cualquier noche y me
tumbé en la cama con una copa de vino y una película. No tomé uvas, pero
me troceé 12 taquitos de piña que me comí a las 11 de la noche porque
me apetecía con el vino (las uvas me las bebí). Creo que no llegué a las
campanadas -que no hubiese visto porque no tengo televisión-, la
película era un tostón y me quedé frita.
Y ahora me preguntan que
si no me entristece pasar sola una noche así. ¿Una noche cómo? No me
entristece, hago justo lo que quiero y, por elección propia, paso sola
las noches desde hace años. Además estoy lo bastante crecidita para
haber tenido nocheviejas de todo tipo, desde la primera a los 14 años
que me sentó como el culo el champan y acabé llorando en una esquina
porque el chico al que yo quería ni me miraba hasta otras que ni
recuerdo -y mejor que ni las recuerde porque creo que aún me
avergonzarían 30 años después-, pasando por algunas felices en USA o
Roma, otras deprimida y enferma, algunas divertidas, otras desesperada.
De todo, como en la vida de cualquier vida vivida. ¿La que mejor
recuerdo? La de mis 20 años con mi hija, que nació unos días después,
pateándome la panza con saña, impaciente por salir. Fue una noche
dolorosa y triste (por causas ajenas a la niña) pero no me sentí sola.
Ella estaba conmigo.
Por supuesto, mi hija voló hace mucho
tiempo dejándome una cicatriz de amor en el vientre y en el alma, como
es de justicia que sea, y anoche, igual que hace tantas noches, la pasé
con Nero, mi peludo y fiel compañero. Esta mañana, poco después del
amanecer, hemos hecho lo que más disfruto de este primer día del año,
salir a caminar por las calles vacías de gente y coches y saborear esa
sensación de que el mundo, silencioso, limpio y despertando por primera
vez, te pertenece y te permite regocijarte en esa libertad que sólo da
la soledad más absoluta.
El sol radiante, aún bajo, se
reflejaba en la blanca casa encalada del final
del paseo como si la
incendiase, purificándola. He mirado fijamente la luz dorada
desafiándola, que me ha cegado sí, pero también me ha acariciado
cálidamente el rostro y me ha encendido el corazón. Por cosas así, y en
contra de todo lo que me dice el sentido común, hoy me pregunto ¿será
este año finalmente en el que mi sueño se hará realidad? Y seguiré
caminando por si acaso me sale al encuentro. ¡Qué le vamos a hacer! Yo,
infectada desde el día de mi nacimiento con la enfermedad del soñador,
creo en los milagros y creo en la magia. Y creo en ti y en mí. En
nosotros.
Robert Doisneau: The Lodgers,
1962