Es muy normal oír hablar de "corazones rotos" en canciones, poemas,
películas, libros... pero ¿de verdad sabemos lo que pasa cuando un
corazón se rompe? Yo si lo sé. Sientes un desgarro que te arranca el
aliento de cuajo y te maravillas de poder seguir en pie, abrir los ojos
después de cada noche de pesadillas es un milagro porque el corazón
duele horrores, duele como si tuvieses clavado un puñal en él y sientes,
literalmente, que no sobrevivirás a ese dolor. Pero sobrevives.
Tienes que seguir respirando porque así lo exige la vida y la gente que
amas y te necesita, y cada exhalación va empujando afuera esa daga que
te atraviesa. Al final cae y la herida empieza a cicatrizar. ¿Todo bien?
Mejor si, pero bien nunca. Cicatrizar no es lo mismo que curar y a un
corazón roto le quedará para siempre una fea herida demasiado sensible a
cualquier roce o brusquedad. La gente con el corazón roto lo protegemos
detrás de muros y puertas con siete llaves, lo que muchas veces es
inútil porque, seamos realistas, la vida es un accidente incontrolable
que no sabes cuantos golpes más te tiene reservados y es capaz de
atravesar cualquier obstaculo.
Tener el corazón roto no te
convierte en un triste ni un amargado. Al contrario, la defensa es la
belleza, la amabilidad y el sentido del humor. Menos en los momentos que
algo o alguien roza esa cicatriz y despierta el recuerdo del dolor.
Entonces te ocultas en tu caparazón y, a veces, lloras sin que nadie te
vea.
Desde que nací la vida me ha vapuleado bastante, algo de lo que
no me quejo porque creo que eso me ha hecho más fuerte, sensible e
incluso interesante, pero golpes no es lo mismo que roturas. Y la lluvia
de hoy no es la misma que la de la semana pasada.
Y mi corazón se rompió un lluvioso 12 de octubre.
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