Son dulces, como el algodón de azúcar o los besos fugaces y robados, tiernos
como la sonrisa que nace entre las lágrimas del bebé o como el consuelo de las
manos de la madre. Renuevan la adormecida esperanza como un arcoíris tras la
tormenta y la alegría absurda y loca de los reencuentros de los enamorados. Están
vivos, temblorosos y cantan, ríen y tiñen
el horizonte con un futuro amable. Pero también
son frágiles como delicado cristal o un corazón solitario. Jugar con ellos es
peligroso para la ilusión. Es casi imposible recuperarse del desgarro de su
extravío. No querrás sentir la tristeza irreparable de perderlos.
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